Vivimos en una sociedad en la que cada día, al levantarnos, los medios de comunicación nos informan sobre los nuevos avances tecnológicos que se están produciendo en muchos sectores vitales y que tienen una clara repercusión en nuestra cotidianidad. Sentimos, además, la velocidad de vértigo a la que se producen. Y si bien en muchas ocasiones percibimos los cambios como un avance positivo, en otras, las noticias que nos llegan nos generan incertidumbre y preocupación. La sociedad del riesgo se caracteriza por esa ambivalencia.
Los Estados modernos obligados a asumir los cambios, se ven compelidos a adecuar su aparato normativo a las nuevas realidades, aprobando nuevas leyes o modificando las ya existentes para dar una respuesta satisfactoria a las nuevas demandas sociales. Los cambios normativos no sólo van de la mano de los cambios sociales sino que, además, en muchos campos se producen de forma continua y acelerada. No hace falta más que asomarse al mundo de la empresa, de las finanzas, al farmacéutico o al de las nuevas tecnologías para constatar dicha realidad.
Pero los cambios normativos que regulan y ordenan la nueva realidad de por sí no bastan si el mecanismo que permite su aplicación se mantiene en la obsolescencia o no se moderniza. Se produce así un desfase entre la aprobación de las nuevas normas y su efectiva aplicación. Es como si modernizáramos el parque móvil pero la red viaria la dejáramos intacta.
En España la cesura entre vigencia de las normas y su efectiva aplicación no sólo resulta evidente, sino también preocupante porque el aparato de Administración de Justicia no ha experimentado el adecuado proceso de modernización que la nueva realidad normativa demanda. Y ello, con los consabidos y graves perjuicios que acarrea. La disfuncionalidad de nuestra Administración de Justicia, tanto penal, civil y administrativa, es palpable, y así lo perciben los actores y la ciudadanía en general quienes no dejan de entonar el viejo cántico decimonónico: “la justicia es lenta, la justicia es mala, la justicia es sólo para los ricos porque la justicia es cara”.
¿Y que hacer ante esta situación? ¿A qué retos se enfrenta la Administración de Justicia española? Claramente, nuestra Administración de Justicia necesita ser reformada. Y para ello, no basta con someterla a una mera operación estética, hace falta una intervención en profundidad. Esa intervención en profundidad, ciertamente, requiere consignar más medios y contar con más personal –las estadísticas comparativas con otros países de nuestro entorno la dejan en un lugar muy rezagado en lo que a medios y personal se refiere- pero no sólo. No basta con digitalizarla –LexNex, grabar juicios, etc-. Requiere, a mi modo de ver someterla a un proceso de cambio en su estructura. Nuestras leyes procedimentales, por más que se parchean, son en su mayoría inadecuadas, y cuando se cambian muchas veces es a peor. El parcheo tapa el bache pero no supone un nuevo asfaltado que permita viajar a más velocidad. Y muchos cambios se han realizado de forma irreflexiva y precipitada, motivados por razones políticas oportunistas las más de las veces y sin saber muy bien hacia que dirección dirigirse y que modelo adoptar. Los modelos de procedimiento deben no sólo ser consensuados sino, lo que es más importante, estudiados, diseñados y testados en profundidad antes de ser aprobados.